Incluso luego de siglos de interacción humana, los niños todavía continúan rebelándose contra sus padres y hermanos. Los jóvenes recién casados ven a sus parientes y padres como obstáculos a su independencia y crecimiento. Los padres ven a los niños como ingratos egoístas. Los esposos abandonan a sus esposas en busca del la hierva más verde de otro lugar. Las esposas forman relaciones con héroes de telenovelas quienes indirectamente traen excitación y romance sus vidas vacías. Los trabajadores con frecuencia odian a sus jefes y compañeros de trabajo e invierten miserables horas con ellos, día tras día. En gran escala, la administración no puede relacionarse con el personal de mano de obra. Se acusan mutuamente de tener intereses propios poco razonables y de ser pequeños de mente. Los grupos religiosos comúnmente quedan atrapados, cada uno en un dogma provincial que resulta en odios y deseos de venganza en el nombre de Dios. Las naciones batallan ciegamente bajo la sombra de la aniquilación mundial por la materialización de sus derechos personales. Los miembros de estos grupos culpan a los grupos rivales por su continuo sentido de frustración, impotencia, falta de progreso y comunicación. Obviamente, no hemos aprendido mucho con los años. No hemos pausado lo suficiente para considerar la simple verdad de que los humanos no nacen con un conjunto de actitudes referente a otras personas, sólo nos las enseñan. Somos los maestros de las futuras generaciones. Somos, por lo tanto, los perpetradores de la confusión y el aislamiento que aborrecemos y que nos mantiene impotentes para encontrar nuevas alternativas. Nos corresponde a nosotros diligentemente descubrir nuevas soluciones y aprender nuevos patrones para relacionarnos, formas más conductivas al crecimiento, la paz, la esperanza y la coexistencia amorosa. Todo lo que es aprendido puede ser desaprendido y reaprendido. En este proceso llamado cambio radica nuestra real esperanza.