La historia del debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo

Recientemente, el Papa Francisco ordenó a la Iglesia Católica bendecir las uniones homosexuales, aunque conservó la prohición para que estas personas se casen.

La posición reciente del Papa Francisco, como representante de la Iglesia Católica, con respecto del debate del matrimonio entre personas del mismo sexo  supone una evolución revolucionaria que muchos, sin duda, lucharán y que creará serias divisiones. Pero ¿cuál es la historia detrás del matrimonio entre personas del mismo sexo?

A finales del siglo XVIII, algo inquietante sucedió con el matrimonio tradicional en las sociedades occidentales: empezó a cambiar. Los jóvenes tenían nuevas ideas revolucionarias sobre esta institución y lo que significaba para ellos. ¿Y cuál era esa idea radical que tanto preocupaba a todos los de aquella época? La noción de que las personas deberían casarse por amor, más que por poder individual, supervivencia grupal o cualquiera de otras razones históricas para realizar este vínculo.

Pues a pesar de estas ideas radicales, el matrimonio sobrevivió y también lo hizo la sociedad. Y también lo hizo la familia. Y nada se extinguió.

¿Qué es tradicional en el matrimonio?

Históricamente, el matrimonio nunca ha sido tan simple como un hombre, una mujer y el deseo de procrear. Entre culturas, la estructura familiar varía drásticamente. Los primeros cristianos de Oriente Medio y Europa favorecían la monogamia sin divorcio. Algunas tribus nativas americanas practicaban la poligamia; otros, monogamia con opción a disolver la unión. En algunas sociedades africanas y asiáticas los matrimonios entre personas del mismo sexo, aunque no se consideraban o eran vistos como ‘sexuales’, estaban permitidos si uno de los miembros de la pareja asumía el papel social del sexo opuesto.

Los inuit en el Ártico formaban matrimonios compartidos en los que dos matrimonios heterosexuales podían intercambiarse las parejas, un acuerdo que fomentó la paz entre clanes. En algunas tribus sudamericanas, una mujer embarazada podía tener amantes, todos los cuales eran considerados responsables de su hijo. El 80 porciento de los niños con «padres» múltiples sobrevivieron hasta la edad adulta, en comparación con el 64 porciento de los niños con sólo un papá.

La creciente globalización ha borrado muchas de estas tradiciones, pero algunas persisten. En Estados Unidos, grupos disidentes mormones practican la poligamia. En la China de Hui’an, hasta la década de 1990, muchas mujeres casadas vivían con sus padres hasta el nacimiento de su primer hijo. Y en el valle de Lahaul, en la India, las mujeres practicaron la poliandria hasta la generación más reciente, casándose no sólo con un hombre, sino también con todos sus hermanos. La tradición mantuvo las pequeñas propiedades en manos de una familia y evitó la superpoblación en ese remoto valle.

El ideal occidental

Durante gran parte de la historia de la humanidad, el matrimonio fue una forma de distribuir recursos entre familias. Cuando las sociedades se desarrollan alrededor de los que poseen recursos económicos y los que no los tienen, el matrimonio suele cambiar, convirtiéndose en una forma de conservar el poder y la tierra, de ahí la predilección por el incesto en las familias reales de todo el mundo.

Pero la primera redefinición drástica del matrimonio en el mundo occidental provino de los primeros cristianos. En aquella época, un hombre podía divorciarse de su esposa si ella no podía tener hijos. Los primeros cristianos rechazaron esta práctica. Dios había unido a la pareja, decían, y la falta de descendencia no era excusa para disolver ese vínculo. Esto se consideró algo «sin precedentes». En realidad, fue el cristianismo el primero en adoptar la posición de que la validez del matrimonio no dependía de la capacidad de reproducirse.

A la Iglesia le tomó cientos de años hacer cumplir este pronunciamiento, e incluso entonces, las parroquias locales a menudo encontraban razones para permitir el divorcio. Tal como estaban las cosas, se puede decir que los primeros cristianos no estaban convencidos del matrimonio, de todos modos. San Pablo dijo célebremente que el celibato era el mejor camino, pero añadió aparentemente de mala gana, según la versión King James de la Biblia: «Si no pueden contenerse, que se casen; porque es mejor casarse que quemarse». Aun así, el matrimonio no era una cuestión de amor. Se consideraba que demasiado afecto en el matrimonio era una distracción de Dios. En la Edad Media, la gente llegaba incluso a afirmar que el amor en el matrimonio era imposible. Decían que el único camino hacia un verdadero romance era el adulterio.

Siglo XVIII

La desconexión entre el amor y el matrimonio no cambiaría hasta finales del siglo XVIII, cuando los pensadores del período de la Ilustración argumentaron que la generación mayor no tenía por qué decirle a la generación más joven con quién casarse. A partir de ahí, las cosas cambiaron con relativa rapidez: a principios del siglo XX, la satisfacción sexual se convirtió en un criterio para el matrimonio. Luego, en las décadas de 1960 y 1970, la gente empezó a cuestionar las leyes que convertían a los hombres en los amos legales de sus esposas. Y, de repente, la idea de que el matrimonio era una sociedad entre dos personas con roles de género diferentes comenzó a disolverse.

Hay quienes argumentan que fueron los heterosexuales quienes revolucionaron el matrimonio hasta el punto en que los gays y las lesbianas comenzaron a decir: «Esto se aplica a nosotros ahora». Primero fue la cuestión del amor, luego la atracción sexual y luego, finalmente, en la década de 1970, la idea de que el matrimonio podía ser neutral en cuanto al género.

Con cada cambio viene la controversia: inicialmente la gente despreciaba la idea de casarse por amor, desaprobaban a las mujeres sexualmente liberadas en los años 1920 y luchaban contra el movimiento de Liberación de la Mujer de los años 1970.

Y así, la historia siguió su curso hasta la aprobación del matrimonio legal entre personas del mismo sexo en varios países del mundo.

 

Curiosidad del 22 de julio de 2016

Las personas que se casan entre los 28 y 32 años de edad tienen menos probabilidad de divorciarse durante los 5 años siguientes al casamiento.  Esto lo afirma un estudio realizado por Nick Wolfinger de University of Utah.   Los resultados de esta investigación hacen sentido toda vez que en este período las personas son lo suficientemente mayores para entender si realmente son compatibles y que no están únicamente cegados por las hormonas.  En este período, comúnmente, ya las personas han realizado elecciones de vida significativas y han asumido responsabilidades importantes.  Usualmente, en estas edades ya las personas son solventes financieramente y capaces de afrontar las responsabilidades económicas.  Por otro lado, no están tan mayores y tan inflexibles como para no poder realizar los ajustes que el matrimonio requiere, tanto en sus hábitos como en sus estilos de vida.  Estas personas probablemente no tienen ex-esposos/as ni hijos con los cuales dividir su tiempo, recursos y lealtades.  Todo esto contribuye a una relación más fuerte y saludable.

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